domingo, diciembre 22 2024

A lo largo de la historia el pan ha acompañado al hombre. ¿O será que el hombre inventó el pan para nunca sentirse solo?

Por Staff Dorsia

A veces olvidamos la importancia de algunas cosas porque se vuelven cotidianas. Olvidamos la importancia del sol, del agua, del aire, de la amistad.

En todas la casas del mundo, el pan es un elemento fundamental. Una cosa de vida o muerte.

Ricos, pobres, hombres, mujeres, empresarios, vagabundos, familias unidas o disfuncionales, güeros, morenos, indígenas, extranjeros, envidiosos, generosos… toda la gente comparte un gusto que se nos enseña casi desde la cuna: el placer del pan.

A lo largo de la historia, el pan ha acompañado al hombre.

¿O será que el hombre inventó el pan para nunca sentirse solo?

Hablamos del pan no en términos bíblicos ni místicos. No hablamos del pan como “el alimento”, sino como lo que es: una pequeña porción de masa dulce que nos reconcilia con la vida. A los dioses les gustan los hombres porque los hombres inventaron el pan.

Ahora imaginemos un pueblo lleno de pan. Un lugar en el que en cada esquina y en las calles y en las casas y en los mercados y en las plazas públicas se presiente su aroma. Ese lugar es Zacatlán. Acá no se viene a dar ningún trago amargo, sino todo lo contrario.

El oficio del pan es quizás una de las actividades más nobles que existen. Noble y poética. Las panaderías deberían estar catalogadas como templos sagrados porque albergan el corazón de los pueblos.

Nadie que pase frente a una panadería puede resistir la tentación de ser feliz por lo menos en lo que el aroma se pierde.

Luego entonces, si hablamos que Zacatlán es la residencia oficial del pan de queso, también se puede afirmar (sin miedo) que Zacatlán es el horno (y el hogar) de la sierra.

Tomar café serrano por la mañana o por la tarde es impensable si no se acompaña de esos bollos medio rojos o medio morados que a los foráneos les parecen tan exóticos, sin embrago, es casi un símbolo de identidad para los oriundos del pueblo, tanto así que se rumora que los niños nacidos en Zacatlán aprenden a decir antes “pan” que “mamá” o “agua”.

Así de arraigada y fuerte es la tradición del pan. Además de ser parte esencial de la derrama económica de muchas familias, que sin saberlo, hacen menos pesado el duro oficio de vivir gracias a que ponen en nuestras manos –o en nuestras mesas– lo que junto con el vino ha sido y seguirá siendo el mejor pretexto para ser verdaderamente humanos.

El pan (como el vino) será siempre el motor más eficaz que encienda ese otro arte que nos diferencia de los demás habitantes del mundo: la conversación.

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