Ya llegué, ya me voy
(Esta columna se va a mudar)
Lo mejor de los viajes no es comprar el boleto ni preparar las maletas ni salir de casa ni llegar al destino final.
Lo mejor de los viajes es lo que miras en el trayecto.
Si vas en camión, es fascinante ver cómo los árboles parecen correr de reversa. Bajar en algún pueblo desconocido, perderte entre sus calles, y si te gusta y te sientes bien, quedarte el tiempo que sea necesario.
Si vas en motocicleta, es excitante sentir cómo rompes el viento. Imaginar que vuelas al ras del piso. Parar cuando el hambre te asalte, o la noche o la niebla te impidan seguir avanzando seguro. Puedes dormir en un hostal o acampar. Contemplar cómo es que tu cuerpo se ha movido a grandes velocidades sin la protección de una cápsula de metal que te envuelva.
Si vas en tu carro, es productivo utilizar ese tiempo para pensar. Más si la carretera es una larga recta que parece no terminar.
Si vas en avión es alucinante mirar desde la ventanilla cómo de un minuto a otro, la noche se vuelve día y la luz, oscuridad.
Viajar no es llegar al Coliseo Romano y hacerte la foto entre ruinas.
Tampoco es volver a casa y deshacer las maletas y repartir suvenires.
Viajar es vivir y padecer las vicisitudes del tiempo.
Es sortear con valentía las dificultades del terreno.
Es aprender a controlar la respiración cuando una curva te succiona para su centro.
Hoy llego de un viaje y salgo de inmediato a otro.
Deshago maletas, saco la ropa sucia y vuelvo a empacar.
Acomodo los recuerdos que fui coleccionando: cientos, miles de palabras cruzadas en un espacio que fue mi hogar.
Títulos y anotaciones. Notas, crónicas, algunas bolsitas de mareo con vómito fresco y libretas sin usar.
No tengo paz, y aun así, voy recordando la animación de un viaje que duró casi tres años. Un viaje alucinante en el que aprendí, entre muchas otras cosas, a remar contra corriente y a dejarme llevar.
Hoy desocupo una casa que me hospedó a mí y a mis ideas. Una casa llena de gente querida. Una casa donde fragüé amistades que me seguirán.
Ese viaje de tres años comenzó con una lluvia de champaña y un modesto Chateau Margaux… y hoy que termina brindo por haber vuelto entera al punto de partida con una cerveza helada y un clericó.
En mi teléfono han quedado todas las instantáneas que animaron el viaje.
En esa caja de pandora llamada internet permanecerán, como un diario de viaje, todos esos textos que escribí desde puentes, restaurantes y estaciones violentas.
Voy, vengo, y de nuevo voy.
¿Quién dijo que ser nómada es antinatural?
Un buen viajero debe ir pensando en la siguiente ruta antes de llegar al punto inicial; mientras el viento te golpea la cara, cuando el camino se ha convertido en vereda, antes de oler los aromas del fogón del vecino, cuando ya se presiente el frío de la montaña.
El viaje del que llego se llama 24 Horas Puebla: el periódico que fue mi hostal, mi hotel de lujo, mi RB&B, mi casa chica y mi casa de rodar.
Gracias a Mario Alberto Mejía por invitarme a construir y decorar esta casa.
Gracias a Nacho Juárez por su gran anfitrionía y generosidad.
Gracias a Luis Conde por soportar los cambios locos de una huésped trasnochada. Gracias a Isart García por tejer la red que hoy me contiene del vacío.
A toda la familia, funcional-disfuncional de la redacción, gracias también.
Y si alguien me falta, perdón… ya se sabe que a la hora de recoger las maletas uno siempre olvida un zapato o un calcetín o un cargador por culpa de las prisas a la hora de embarcar.
Llego como loca a cambiar de maletas. Ni siquiera tengo tiempo de sacudir la arena del fondo. No despierto de su siesta a papá.
Llego de noche a toda prisa porque hay un jet esperándome.
Sale en media hora y sólo puedo lavarme los dientes y tomarme un café antes de salir corriendo enloquecida como Blanche Dubois hacia su tranvía llamado deseo.
Ya llegué, ma. Ya me voy, ma. Estoy más flaca que la última vez que me viste porque me malpasé en la fiesta, pero en este viaje te prometo engordar.
Me voy a habitar un departamento que compré hace meses en obra negra, y ahora es tiempo de meterle acabados y hacerlo funcional.
Me voy a Dorsia esquina con independencia.
Ya tengo mi sillón de orejas listo.
Desde esa sala vacía, voy a talar.
A cortar la madera para encender mi propia fogata.
Ahí los espero si quieren llegar.