viernes, noviembre 1 2024

por Alejandra Gómez Macchia 

En 2015, Emmanuel Carrère recibió varias sesiones de electroshocks. En pleno siglo XXI, bajo la modernidad y la luz parisina, uno de los más interesantes escritores europeos salió de un retiro de silencio en el que se hallaba en busca (otra vez) de paz mental, y después de escribir y leer una elegía a un amigo suyo –caído en los ataques del Charlie Hebdo–  se dirigió hacia una clínica de rehabilitación mental, lo que antes, cuando el lenguaje políticamente correcto nos lo permitía, se conocía simple y llanamente como manicomio.

 

Entre mis héroes musicales y literarios, abundan aquellos que han caído mínimo una vez en ese sitio innombrable. ¿Están locos? ¿Qué es la locura sino un poco de infierno y otro tanto de oscuridad? Muchos son maniacos, depresivos, son almas atribuladas, pervertidos sexuales, obsesos, glotones, esquizofrénicos, inadaptados.

Hombres y mujeres que oscilan entre el resplandor y algún páramo desolado, a los que el spleen acaba por descarrilarles la cordura.

La tristeza o la compulsión, la ansiedad, el miedo a morir o el miedo a matar, o matarse a sí mismos, los han obligado a refundirse en habitaciones con paredes acojinadas y enfermeros de grueso calibre listos para taclear por si acaso llegaran a ponerse idiotas.

La pandemia no ha terminado y las crisis de salud mental aumentan día a día.

Lo veo en mi entorno, en las redes, en las calles, en las filas para comprar chochos en la farmacia; lo siento detrás de mi puerta, con mis vecinos. Lo noto en mí de cuatro a cinco horas diarias, luego de ponerme cocida como un huevo de limpia.

Pero estos estados de retractilidad y expansión sensorial desordenados no aparecieron cuando caí enferma y posteriormente logré recuperar la salud física, no: la sombra, el espectro ha ido y venido, arremetido en mi cocina y en el baño y en mi sala, en el momento justo cuando nos pusieron bajo arraigo, sin embargo, esta etapa de deschavete está más cercana a la parálisis y a la frivolidad, que al desenfreno y la creatividad.

Como todos, transito por días buenos y días malos.

Leo poco porque no me puedo concentrar.

Lo único que me atrapaba y me conectaba con el mundo desaparece ya entre el silencio y la insensatez.

Estos eventos catalizan la ansiedad, me recuerdan lo confortable que son los vicios. Me acercan al microcosmos infalible de la fantasía como único método para asirse a la ilusión; único bien que acerca al hombre a reconciliarse con su especie.

Ahora que la gente anda jubilosa porque las vacunas van llegando, a cuenta gotas, pero llegando, observo un poco menos de pesimismo, y a la inversa, lo que reina ya es el valemadrismo habitual de nuestra raza, y no nos juzgo; yo misma tuve esa racha en la que prefería correr el peligro de estirar la pata antes de quedarme encerrada y con las suelas de los tenis nuevas.

Hace un año comenzamos a usar mascarillas para salir a confrontarnos con nosotros mismos y contra la amenaza fantasma. Hay algo de patético, de siniestro, en esta nueva forma de tapiar detrás de un trapo las muecas o las sonrisas.

Hace un año que la gente no puede moverse con la libertad con la que solía hacerlo. Con el desparpajo, el cinismo y la sensualidad de antes.

Los adúlteros se la piensan dos veces antes de buscar noches oscuras, no vaya a ser la de malas… y el bicho traicionero nos ataque y nos empine a todos.

Durante este largo año en el que hemos aprendido (sin acostumbrarnos) a vivir en una víspera permanente, lo más desconcertante es darnos cuenta del estado de indefensión en el que nos encontramos como pueblo.

Nuestros gobiernos son más ineptos que siempre. Más sordos y tartamudos,

Las cabezas que aparecen en horario estelar de cada uno de los medios son remedos de  Saturnos devorando a sus hijos.

Hay muchísimo material para ironizar al respecto, sin embargo, la crítica agria es insensible cuando se involucran tantas muertes. 200 mil, así en números redondos.

En esta temporada de pausa forzada me he enemistado con gente querida simplemente porque no podemos vernos para limar asperezas bajo leyes justas como la mentada, el mimiki y el grito que culmina con el generoso y conciliador choque de dos copas.

¿Cuántas luces quedaron prendidas en la pandemia?

¿Sabremos apagarlas sin que el horror de otras sombras nos toque la espalda?

 

Leí la última novela de Carrére, Yoga, y encontré justo lo que pensé que iba a encontrar: la respuesta vaga (y tremenda) a la pregunta (concreta y absurda) que todos los insaciables y los irascibles y los inconformes y los inseguros y los neuróticos nos hacemos cuando, después de una aparente temporada en calma, nos invade de súbito ese terrible vacío pequeñoburgués: ¿dejaremos de ser esclavos de los convencionalismos, de la comodidad y de nuestros respectivos pasados (gloriosos o infames)?

 

Al escribir esto escucho la Balada No. 1 en sol menor de Chopin, y una imagen muy difusa se instala entre el mundo y mis ojos.

Desde la más azul melancolía surge una figura humana que descubre que lleva tiempo inmóvil sólo porque ha dejado de ser sorda, y escucha el inconfundible el sonido de unas cadenas que golpean contra el piso cuando el viento la eleva.

Esto, para Carrère (y para mí) podría ser una de las formas más llanas del blanco, de la meditación; un yoga sin yugos, sin bueyes, sin yuntas que lamer.

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