jueves, mayo 2 2024

Sólo para Abogados
Por Carlos Meza Viveros

En la Ciudad de México, durante la década de los veinte del siglo pasado, en el gobierno de Álvaro Obregón había un licenciado autodidacta de origen español que se hizo conocido porque ganó un juicio para un desertor del Ejército.

Ese triunfo le causó problemas. Fue tal la molestia que provocó haber ganado, que el propio Presidente intentó expulsarlo del país bajo el pretexto de usurpación de funciones, aunque esta intención no prosperó.

En poco tiempo el licenciado español, José Menéndez, era conocido por todos y formaba parte de los personajes pintorescos de la Ciudad de México y era ampliamente conocido como El Hombre del Corbatón.

Hombre, de naturaleza inquieta, nació en 1876 en Asturias, España. Su carácter le llevó a buscar nuevos horizontes fuera de su tierra; a los 14 años decidió embarcarse a América. Llegó primero a Cuba y después arribó a Villahermosa (lugar donde se ganaba la vida haciendo varios trabajos).

Menéndez no era hombre de un lugar, así pues, luego se embarcó a Veracruz donde trabajó como estibador. Conoció a la gente sencilla, pero su destino no era ese. Su nuevo derrotero fue la Ciudad de México. Si algo faltaba en su vida era el dinero, así que no le quedó más remedio que dormir en bancas de la Plaza del Dos de Abril, atrás de la avenida Hidalgo. No era un barrio tranquilo, a unos metros estaba el Salón México, que se caracterizaba por ser un sitio donde se congregaban borrachos y vagos. Entró a trabajar en un despacho de abogados, donde llevaba los documentos a la oficialía de partes y estar al tanto de las diligencias.

Posteriormente su labor lo llevó a conocer la cárcel de Lecumberri, construida en 1900; por cierto llamada así, pues quien vendió esos terrenos era un español que decía ser Conde de Lecumberri, de ahí el nombre.

Como auxiliar del despacho debía ir a ver asuntos en el penal que eran de una importancia menor, como rateros de poca monta, sirvientas que robaban a su patrona, pero ahí aprendió que no se castigaba el delito, sino al pobre quien no tenía quien lo representara. Así descubrió su verdadera vocación: defender al desvalido.

Hay otra versión que señala que cuando la policía detuvo, por un pleito en la calle de Dolores, a un torerillo amigo suyo… ese día José Menéndez cayó en cuenta que su mera simpatía y labia eran suficientes para litigar en el país, de manera que, sin licencia de abogado, empezó a liberar a delincuentes menores, prostitutas, prostitutos, escandalosos en la vía pública y gente del pueblo en desgracia.

Pronto su figura se hizo parte de los juzgados. Vestido con sombrero, capa negra y una especie de mascada que hacía las veces de corbata, bigote y piocha canosa, se ganó el apodo de “El Hombre del Corbatón”.

Defendía a quien no tenía recursos económicos y en algunas ocasiones ni sabía el motivo de su detención. No cobraba; cuando salían libres sus defendidos hasta les daba dinero para el camión; los agradecidos clientes le recompensaban con gallinas, azúcar, arroz, fruta, lo poco que ellos tuvieran.

En el mundo de políticos y escritores lo apreciaban y respetaban. En 1924, el entonces inspector de Policía, Pedro J. Alvarado, le obsequió un finísimo bastón con empuñadora de oro, obsequio que llevaba a todas partes.

Tenía la pasión por jugar baraja y en una visita a una casa de juego le fue robado el bastón. La noticia apareció en los periódicos y a dos días de la pérdida del valioso objeto, le fue devuelto, pero con una nota que decía: “De saber que era de usted, no lo robo. Perdón”.

En una de las anécdotas se señala que en cierta ocasión llegó un joven que recién acababa de obtener su título de Licenciado en Derecho y se presentó con tono burlón ante “El Hombre del Corbatón”, para hacerle mofa de que él no contaba con título profesional y pretendiendo irse inmediatamente, se despide el joven abogado diciéndole sarcásticamente a José Menéndez: “Adiós abogado sin título” a lo que éste le respondió al instante, haciendo alarde de su astucia: “Adiós título sin abogado”.

Su arma principal era alegar la legítima defensa. Esgrimiendo esa argumentación sacó libre hasta al policía que disparó contra el cochero que le dijo una mala razón a pesar de que lo mató cuando el coche iba ya a más de 50 metros de distancia.

Sin embargo, no todos los casos le fueron favorables a José Menéndez, quien el 28 de junio de 1922, hasta una lágrima se le escapó al conocer lo que había hecho Enrique Camargo, un hombre de 35 años que el mismo Hombre del Corbatón lo había liberado tiempo atrás.

En la madrugada de esa fecha, los habitantes de la vecindad ubicada en el 422 de la calle Cuauhtemotzín, despertaron por los gritos de terror de un pequeño de tres años de edad. No era la primera vez que su padre lo golpeaba.

Pero en aquella ocasión, al amanecer, el padre y su amante Magdalena Cisneros envolvieron al pequeño, lo llevaron a la casa de la madre de la mujer y después lo presentaron ante un doctor sin escrúpulos, que por dinero les había extendido un certificado de defunción para el pequeño que supuestamente había muerto de neumonía.

La verdad es que el menor murió debido a los golpes que presentaba en todo el cuerpo, además de que tenía 20 días de estar enfermo de disentería.

Este fue uno de los pocos casos que perdió José Menéndez, ya que el padre del menor terminó por recibir una condena de 20 años de prisión.

El 31 de enero de 1959, el español de nacimiento, pero mexicano de corazón, José Menéndez, mejor conocido como el Hombre del Corbatón, falleció. Pobre, como a todos los que en vida defendió.

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