viernes, noviembre 22 2024

Memorial
Por Juan Manuel Mecinas / @jmmecinas

Un niño dispara y mata a su maestra; también hiere a sus compañeros; luego, se suicida. Una tragedia que muchos prefieren no mirar. Un episodio vergonzoso que tendría que invitarnos a una reflexión individual y colectiva sobre nuestro papel en la sociedad y como sociedad. Individual, porque nuestro silencio o nuestra crítica o nuestro activismo o nuestra parsimonia han alentado o no han sido suficientes para evitar sucesos como los del viernes en Torreón. Colectiva, porque son reflejo de nuestra sociedad. La mexicana es una sociedad podrida, aunque algunos lo nieguen y a otros les importe un bledo. Solo aceptando que hemos normalizado la violencia a niveles insospechados podemos encontrar soluciones a problemas en los que nos miramos en un espejo de horror que demuestra que los niños -de todas las edades y estratos- han sido desgarrados por la violencia. Hemos perdido demasiado y hemos llegado a extremos desoladores.

No se trata de minimizar los evidentes problemas psicológicos y familiares, sino resaltar que existen aspectos sociales y de política pública que deben mejorar. La solución fácil incita a señalar con dedo inquisidor a los padres, al abuelo e incluso al niño de 11 años que lleva un arma a la escuela. Pero no debe dejarse de lado el contexto de descomposición social que ha vivido el país en los últimos quince años. Basta mirar las redes sociales y descubrir que los sicarios no son los únicos culpables de nuestro drama.

Algunos se horrorizan porque los periódicos llevan en sus portadas fotos del niño que mató a su maestra y luego se suicidó, lo cual palidece ante el verdadero horror, que no está en la fotografía, sino en la historia detrás de un niño muerto, una maestra asesinada y una ciudad sumida en el desamparo.

Es evidente el desastroso control y la regulación de armas de fuego en México, y los casi inexistentes programas para combatir la depresión y la ansiedad en niños y adolescentes. En 2019, más de 34 mil personas fueron víctimas de lesiones con armas de fuego, la mayoría de ellas de uso exclusivo del ejército. Desde que en la prensa se conociera la “Operación Rápido y Furioso” (2012), el gobierno mexicano ha hecho muy poco por evitar que grupos criminales -de cualquier tamaño e importancia- tengan acceso a armas de uso exclusivo del ejército, la mayoría de ellas provenientes de Estados Unidos. El tráfico ilegal de armas está desbordado y el gobierno mexicano solo ruega al gobierno norteamericano que cese el envío de armas a grupos criminales. Todos saben quiénes hacen negocio y quiénes son los destinatarios de las armas, pero el gobierno solo demanda de manera tibia que cese el tráfico ilegal. En otras palabras, la ley de la selva impera y el viernes en Torreón se constató que hasta un niño puede acceder a armas traficadas ilegalmente.

De los programas para combatir la depresión y ansiedad en la población basta con decir que son enfermedades que el gobierno mexicano aborda con tabúes del siglo XIX, y sin considerar que son algunos de los grandes problemas del siglo en el que vivimos. La salud mental es de importancia minúscula para el gobierno mexicano, a pesar de que se espera que para este año sea la segunda causa de discapacidad en el mundo y la primera en México (según la OMS). Los programas del gobierno dejan mucho que desear, sobre todo en cuanto a prevención se refiere, y los resultados son evidente en empresas y familias.

Lo de Torreón es un drama y tendría que ser un punto de inflexión, pero no recibe la atención que merece. Parece que pasó un ave y su graznido no gustó a algunos, que prefieren ocuparse de otros temas. No sé cómo eso se puede explicar eso a los niños de la escuela Cervantes en Torreón, a sus padres y a sus maestros. No sé cómo puede se explicar que algo hemos hecho mal, pero que podemos mejorar. El primer paso es el más importante: aceptar que estamos en un fango. A muchos no les parece buena idea. Están más atentos a si el Presidente acertó o se equivocó en alguna cifra. Esa es, precisamente, una careta de nuestro drama: el desdén.

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