viernes, noviembre 22 2024

por Alejandra G. Macchia

En mi lista de “pendientes importantísimos que hacer antes de morir” (que escribí en la década pasada) se podían leer las siguientes metas:  ver en concierto a Iggy Pop y a Chico Buarque (evidentemente no juntos), comprarme un Mercedes Benz con mi propio billete, y casarme con Daniel Day Lewis.  

Pues bien, este fin de semana pude tachar uno de los deseos anteriores, y quizás el único realizable debido a que Buarque nunca viene a México, y … puede que el Mercedes no sea –finalmente– tan deseado. 

Ahora bien, lo de Daniel Day Lewis creo que mejor pa la otra vida porque no me gusta dar baje por aquello del karma. 

La última vez que fui a un concierto masivo en el foro sol fue en una de las tantas giras de despedida que ha dado Ozzy Osbourne encabezando su célebre banda Black Sabbath. 

En esa ocasión, el viejo vampiro apareció en el escenario, un poco lento y adiposo, pero dispuesto a hacer rugir al respetable con sus rolas de antaño. Por supuesto que lo logró: el rock and roll siempre es una cosa noble: aunque de pronto suene anquilosado y la potencia de los días de alta testosterona se hayan perdido entre la mar de vulgaridad y violencia que ahora coronan los éxitos del momento. 

Todo adquiere dimensión cuando la memoria nos remite  a esos lugares tropicales y jugosos de la juventud, en donde los guitarrazos y la batería eran algo parecido a los latidos de un corazón excitado por la ebullición hormonal. 

Tuvieron que pasar 10 años para que me animara a regresar a los temibles tumultos que se hacen en este tipo de eventos. 

Corona Capital es un festival de música que se da (creo) cada 6 meses en la Ciudad de México, y montan diversos escenarios en donde, durante tres días tocan una buena cantidad de artistas chidos, regulares, extraordinarios y viejos. 

Por supuesto que yo iba a elegir las últimas dos opciones, que, por lo general, son calificativos gemelos (viejo y extraordinario) … 

Al ver la cartelera, elegí el domingo 17 para estar puntual a las 19:00 h en espera del Enfant Terrible del rock, pionero junto con Peter Hammill del verdadero punk. 

Iggy Pop vendría a México y era una cuestión de vida o muerte no perderme ese acontecimiento, ya que sus rolas fueron parte de mi (mala) educación, o mejor dicho: armonizaron siempre mis primeras travesuras riesgosas en la preparatoria. 

Además de que debo aceptar que tengo un gran crush con el señor Pop.

Justo ayer me dijeron que en cuestiones de amor lo mío lo mío parecen ser los deportes extremos, dados los personajes con los que he entablado relaciones sentimentales. Y de alguna u otra manera es verdad: siempre preferí a los chicos malos del cuento… aunque ni tan malos; solamente es la fama que se han echado encima. 

La culpa, pues, precisamente la tiene Iggy Pop, ya que desde mi temprana adolescencia su figura contrahecha, su cabellera lacia (a veces amarilla a veces café) y esa mirada de residente del batán, fueron los animadores de mis primeras fantasías románticas. 

Así que el día llegó, y a las 7 de la noche de este domingo, ese hombre lagarto con piel tatemada por el sol de Miami salió al escenario como en los mejores tiempos de su estación yonqui en Berlín, y cantó agudos rasposos y alocados, y graves sensuales y profundos. 

El tiempo ha maltratado el rostro de Cromañon de Iggy, y no ha caído en las tentaciones cosméticas de los rellenos y los arreglitos que terminan haciendo de los hombres guapos unos remedos de sí mismos en el mejor de los casos, o en el peor, una cofradía de dobles de Chabelo o de Alfredo Palacios respectivamente (lo que sucede con McCartney, a quien amo y también fui a ver, y con David Gilmour). 

The Passenger es el himno total de una generación decadente que traspasó varios umbrales antes de difuminarse en los nuevos dispositivos que hoy despersonalizan y acobardan a las juventudes. 

La rebeldía ya no significa lo mismo que en aquellos tiempos en donde la trilogía de Berlín encabezada por David Bowie, Iggy Pop y Lou Reed destrozaba escenarios, ruborizada rostros regordetes, incendiaba entrepiernas y golpeaba la moral judeocristiana a microfonazos. 

Bowie y Reed sobrevivieron al glam rock y a la heroína,  pero no al cáncer. 

Pop, en cambio, hoy sigue asoleando sus carnes mientras cosecha hortalizas de su jardín; de vez en cuando entra al estudio y graba un disco dignísimo de senectud, da conciertos en donde le pinta mocos y dedos a los parroquianos naif que van alcoholizados y drogados a verlo en acción. Lo desafían a gritos y a empujones de slam, a él (jajaja) que fue la madre del vicio. 

El domingo vi a Iggy contonearse detrás de su atril del micrófono como en los grandes tiempos en donde era un Jesucristo moderno, lúbrico y sensual, que atascado de speeds y cocaína, caminaba en botas de combate sobre las palmas urgidas de sus fans. 

Pero el Iggy de 77 años ya no se anima a aventarse de espaldas al público, y hace bien, pues… el público que lo ama y lo reconoce, padece osteoporosis y cardiopatías y sobrepeso. 

Esperé 30 años para poder cantar a todo gañote esos versos prosaicos del soberano del torso desnudo, y el mundo, de repente, fue un lugar mejor. 

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