sábado, diciembre 21 2024

por Carlos Meza Viveros

Como creyente tengo la certeza de que, al morir, las almas van a un lugar mejor; y desde ese lugar pueden oírnos, vernos y, en muchas ocasiones, manifestarse de alguna u otra manera para así dejarnos sentir su irremplazable presencia.

El año que hace pocos días terminó, fue uno de los más extraños y desgarradores que nos ha tocado vivir, y lamentablemente el 2021 amenaza con parecérsele mucho.

La muerte, esa putilla del rubor helado (como la nombra el poeta José Gorostiza) hace antesala hoy en miles de casas y hospitales. Usa como vehículo un virus que no avisa cuando, de repente, ya se metió en tu cuerpo, y de un momento a otro con una rapidez espeluznante se lleva a nuestros seres queridos.

2020 se volvió un “año esquela”. No hubo jornada que nos exentara del golpe y la funesta noticia de que un amigo o un familiar estaba grave. Y pocas horas más tarde, ese amigo se había ido. Ese familiar no aguantó.

¿Y cómo llorar a esos muertos, si el día siguiente venía como mocha de ferrocarril, empujando nuevas almas hacia la fosa?

La muerte ha perdido su elegante dignidad por tan común que se ha vuelto.

Muy a menudo platico con Pedro Toxtli, amigo entrañable de Juan, hombre taurino y torero aficionado, que quiso como Miguel Hernández a Ramón Sijé, y a quien Juan se le murió como el rayo. Es Pedro quien me nutre durante largas charlas de las cientos de anécdotas que vivió al lado de Juan Huerta, quien conoció a fondo su fina ironía, su envidiable capacidad para conversar de cualquier tema, ya de la literatura española, de la poesía a todas horas, de la historia, de este nuestro país y que siempre puso cara y pecho frente a los miuras  a los que tenia que enfrentar todos los días, y que combatía con valor y siempre remataba con pases de desdén, porque aquellas trapisondas que vivió mi querido Juan las convertía en pequeños tropiezos que sabía sortear con destreza de torero, capoteando uno a uno aquellos embates que le cernían. ¿Qué pensaría mi querido Juan de la ocurrencia de la alcaldesa de desaparecer una fiesta como lo es la Taurina de nuestra Puebla? Joselito Adame ya la invitó para explicarle lo que es la fiesta de los toros, la tauromaquia, a ver si logra hacerla desistir de censurar una tradición.

Retomando esta epístola que in memoriam preparo para Juan Huerta, y que anuncié hace unos días a su amada Celia Cruz, y por supuesto para que trascienda a todos sus hijos sin faltar su leal escudero Luis Rubén Hernández, continuo con esta entrega a mi amigo.

Morir ha dejado de ser un evento que sorprende, una ceremonia que se espera. Las elegías se quedan en el tintero.

Todo es tan rápido, y la lista de personas que entran a la zona de peligro es tan larga, que permitirse el tiempo para el duelo o los recordatorios es un lujo que nadie se puede dar.

¿Quién sigue?

Nadie sabe.

Todos estamos en la lista de espera. Algunos nos salvamos (fue mi caso), pues pasé veinte días internado por este monstruo que nos tiene amenazados –me refiero al COVID– teniendo como compañero de cuarto a mi también querido amigo Rafael Moreno Valle Sánchez, a quien Dios ya recogió, y también pronto le dedicaré una elegía porque el cariño que le tuve trasciende de mi madre a sus hijos, ya que ella lo conoció desde muy pequeño. Un abrazo para Olivia Salomón.

Sin embargo, en medio de este panorama apocalíptico y aterrador, están esos otros amigos, esos otros muertos que emprendieron el viaje al hades hace tiempo, solitarios, sin la vorágine de un virus tan democrático y cruel (por llamarle de alguna forma), y este día recuerdo, como cada 20 de enero, a Juan Huerta.

Este texto es un memorial, una especie de carta abierta dirigida a aquel hombre de gran conversación y poderosa presencia con el que pasé horas y horas tanto en mi despacho como en su agencia de autos.

Si Juanito siguiera hoy aquí, tendría la capacidad de confortar a quienes no hallan consuelo por la perdida; no sólo de una persona, sino de sus patrimonios y hasta del ánimo.

Porque Juan Huerta conocía las sendas de la condición humana y daba a sus amigos una porción de luz cada vez que se sentaban con él. Ya fuera para sumergirse en el microcosmos taurino, en el mundo de los autos, en los libros y en los asuntos de coyuntura. Todos los que tuvimos el privilegio de convivir con él, teníamos claro que Juan estaba hecho de una madera especial. No había tema que se le atorara, debatía con una daga filosa en la mano, y al mismo tiempo dejaba al otro esgrimir con gracia.

No me cabe la menor duda de que su familia lo extraña cada día. Y no hablo sólo de su viuda y sus hijos, sino también de sus hermanos, con quienes pudo haber tenido diferencias irreconciliables que sólo la proximidad de la muerte pudo paliar.

Ignoro qué hubiera hecho Juanito ante un panorama tan terrible como el que nos está tocando vivir como especie y como mexicanos.

Un hombre como él, con esa libertad, con esa energía desbordante, difícilmente se hubiera podido adaptar a la vida de encierro a la que hemos sido sometidos.

Su partida, hace cuatro años, fue un dolorosísimo evento al que asistimos todos aquellos quienes lo amamos. Le tocó, todavía, ser el personaje principal de su propia muerte (lo que no podemos decir de nuestros compañeros caídos en esta aciaga temporada).

Ese 20 de enero será recordado siempre por los suyos como una tarde gris que sólo fue clareando a partir de la certeza de que su alma trascendió y que a veces, entre sueños, nos visita.

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