Mis suegras y yo
por Mario Alberto Mejía
¿La suegra es una segunda madre? No lo creo. No parece el caso. Este personaje más bien es un beso del infierno que en aras de defender a su hija del depredador termina por volverse hostil.
No todas mis suegras han sido así. He aquí un rápido recuento. La primera suegra que recuerdo —doña Celia— fue simpática conmigo hasta que leyó unas cartas pornográficas que le escribí a su hija Patricia inspirado en las cartas de James Joyce a su esposa Nora Barnacle. Ni doña Celia ni don Memo, su esposo, tuvieron el sentido del humor ni la cultura literaria para entender el guiño poético de mis palabras. En consecuencia, me alejaron de ella varios años. En ese lapso, a Paty le crecieron las tetas, las nalgas y la cadera. Cuando nos volvimos a ver lo primero que hicimos fue irnos al hotel. Doña Celia no se enteró de esto y murió creyendo que su hija era virgen.
La siguiente suegra que llegó a mi vida fue la mamá de Elsa Susana. Creo que me odió desde la primera vez que supo de mí. Y cuando tenía todo para ganármela, cometí un error de novato: salí corriendo entre los prados del Fovissste de Miramón. La escena fue la siguiente: yo tenía las manos en las nalgas de su hija al tiempo que nos besábamos las bocas. En ese momento, doña Elsa Rea —que así se llamaba— gritó “¡Susana!”, y corrió hacia nosotros seguida de don Jaime, su esposo. Al verlos venir, me dí a la fuga. No paré de correr sino hasta que llegué a la parada del pesero que iba al Metro Taxqueña. Ese gesto de cobardía bastó para que doña Elsa pensara lo peor de mí.
Una tarde, Susana me metió a su habitación y por error dejé mis calzones Ramírez en un buró. Cuando doña Elsa llegó soltó un grito parecido al del exorcista una vez que vio que Linda Blair torcía el cuello como enajenada. Luego agregó: “¡El maldito estuvo aquí!”. Susana me negó tres veces, pero mis calzones eran la prueba evidente del pecado. A partir de ese día dejé de usar ropa interior. Una duda me acompañó siempre: ¿A qué idiota se le olvidan los calzones en el buró de su novia? Doña Elsa, sobra decirlo, nunca me perdonó haber nacido y siempre se refirió a mí como el “maldito”.
Luego vino doña Mary, que era un ángel. Lo mejor de ella era su risa. Una risa que estallaba cuando se burlaba de alguien. Era dueña de una gran ironía. Yo mismo fui objeto de sus burlas. No sé cómo aceptó que yo anduviera con su hija menor. Lo bueno es que doña Mary nunca supo cómo me llamaba la mamá de Susana. De haberlo sabido jamás me habría dejado entrar a su casa. Debo confesar que fue una de mis mejores suegras, aunque tenía fama de ser muy dura. Para mí siempre fue noble, generosa y fresca. Los fines de semana, mi novia y yo acompañábamos a doña Mary y a don Alfonso —mejor llamado “El Zorri”, por las canas de zorrillo— a comer barbacoa a Beristáin, gorditas a Acaxochitlán y mondongo a una cabañita perdida en la serranía. Nunca supo lo que su hija y yo hacíamos al caer la noche. De haberlo sabido, mis partes blandas hubiesen conocido la furia de su cuchillo cebollero. Descanse en paz la buena de doña Mary.
Después de ella vinieron varias suegras que nunca supieron que yo era su yerno. Fue hasta que me casé que tuve otra suegra oficial: doña Licha. Debo admitirlo: fue una gran suegra conmigo. Siempre sentí su apoyo y una solidaridad extraordinaria. Jamás me reprochó nada. Estuvo de mi lado todo el tiempo. Ninguna nube negra cruzó la gran amistad que llegamos a forjar. Cuando me separé de su hija, a quien extrañé verdaderamente fue a doña Licha.
Otra doña Licha la sustituyó. La historia se repitió en esa materia. Hicimos una gran relación. Nos hablamos siempre de usted. Era juiciosa y madura. Tenía una voz muy grave. No obstante, era una voz cargada de sensibilidad y buenas maneras. Siempre la voy a extrañar.
Luego vino Dulce. Un pan de suegra. De buen humor permanente, y cargada de ganas de vivir, más que suegra fue una amiga. Jamás me reprochó nada. Ignoro si en algunos incómodos silencios pensaba lo peor de mí.
Hoy tengo una suegra pero ella no lo sabe. Esas suegras suelen ser las mejores. No se meten donde no las llaman, no son imprudentes, no son belicosas. Ella está en su casa y yo en la mía.
Cada quien tiene la suegra que se merece. No sé si las mías llenen esas pantuflas. A unas las merecí, a otras no. Algo debo decir: todas amaban a sus hijas más que a sí mismas. Eso las reivindica ante mis ojos.
Gracias, nobles señoras, por amar de tal manera a las mujeres que yo amé.