Mujer contra mujer
por Alejandra Gómez Macchia
I. ¿El verdadero yo?
De los cinco a los diez años inventé que tenía una gemela, con el único propósito de zafarme de ciertos deberes y así poder dar otra cara a la gente que me parecía indeseable. A mi gemela la bauticé como Andrea. Ella era la mala de la historia: la que decía groserías, la que mentía, la que era capaz de confrontar a un adulto mientras hacía antesala en espera de que mi papá saliera a recibirlo…
Desde muy temprana edad tuve una clara consciencia, no del mal, pero sí de la malicia: ese elemento que muchas veces te salva la vida.
Andrea era maliciosa, desobediente, contestataria.
Alejandra, en cambio, siempre actúo con sigilo y cautela. Con más cabeza que tripa. Escuchó todos los pleitos de sus padres detrás de la puerta sin intervenir jamás, y detenía a Andrea en medio de ese trance; porque Andrea sí hubiera sido capaz de darle una patada a la puerta para ver qué carajos pasaba allí dentro.
Los pleitos entre mis padres jamás llegaron a la violencia física. Mi mamá, con su metro y medio de estatura, sigue imponiéndose, y muy por el contrario de lo que se pueda creer, el que se debe cuidar de una paliza es papá. Doña Dulce nada tiene de dulce: es brava. Andrea salió a ella, me queda claro.
Estoy segura de que, si no hubiese aniquilado a Andrea en aras de no perder mi dentadura, ella y madre serían de las feministas que queman portones y le parten la crisma a cuanto machito ensoberbecido se toparan por la calle.
Andrea me sirvió para encontrar el equilibrio. Cuando me siento amenazada, pienso que puedo revivirla. Soy la María Shelley de Andrea, sin embargo, he sabido sortear las marejadas del patriarcado como y por Alejandra.
Algunas, como Andrea, me acusan de ser alcahueta de mis hombres (padre, hermano, novio, amigos). Nada de eso: es simplemente que tengo el privilegio de rodearme de hombres y no de payasos. Y también, claro, he tenido suerte de no ser víctima de un ataque frontal de una bestia callejera sin cojones.
II. Ambos lados
Soy una mujer de pocas amigas. También me han catalogado en repetidas ocasiones como una mujer con piel y boca y puños y cabeza de hombre.
Escribo y rebato con toques masculinos, dicen. Yo no lo creo. Antes me parecía adecuado, ya que al verme como un camarada más, los hombres que me rodean se abstienen de desplegar toda la brutalidad que precede a su género, no voluntariamente, más bien por un tema estrictamente cultural.
Esas amigas que tengo (dos o tres) pocas veces encuentran en mí el consejo típico que dan las mujeres para solaparse entre sí. Una cualidad que reconozco en mí misma es tratar siempre de ver las nubes por ambos lados, la vida por ambos lados, el amor por ambos lados.
Joni Mitchell, la maravillosa autora y pintora canadiense, fue mi heroína precoz. Fumaba como ella, quería pintar como ella, aprendí a tocar un poco la guitarra para cantar sus naciones. También, como ella, un tiempo perdí a mi hija, y como ella, la recuperé y ahora somos una misma.
III. Ese hombre es mío…
En mis cuarenta años de vida, solamente una mujer se ha quejado de mi ética o de mi solidaridad con el género.
Teniendo en cuenta que los problemas entre mujeres casi siempre son problemas de hombres, sólo existe una dama que puede decir: “la acuso de intentar descarrilarme”, aunque la realidad diste mucho de su pobre percepción.
Esta chica un día arremetió contra mí exigiéndome tomar distancia. Yo había sido novia de su hombre antes que ella, y ella no pudo con la idea de que él y yo pudiéramos seguir teniendo comunicación.
A pesar de que su rabieta se me hacía un despropósito y un berrinche digno de una mujer sin amor propio, pensé en mí misma cuando alguna vez estuve en esa situación. No hay algo más espantoso que sentir amenazado el territorio (aunque el territorio jamás es de uno totalmente). Así que, después de varios mails virulentos, tres mentadas y varias amenazas, me retiré de la campaña. ¿Por qué? Porque yo ya había conocido bien ese lugar, y ese lugar, en el que por supuesto te pone un hombre que abusa de tus sentimientos, es un pequeño limbo.
IV. El otro lobo de la mujer
En el día internacional de la mujer no sólo debemos señalar con el dedo las arbitrariedades del patriarcado ni irnos encima de los hombres en aras de castrarlos. También sería prudente preguntarnos cuánta violencia ejercemos las mujeres contra las mujeres.
En mi experiencia, ningún hombre ha intentado amargarme tanto la existencia como sí lo han hecho ciertas mujeres que, curiosamente, algo han tenido que ver con los primeros.
Descalificaciones, grillas, intrigas y chantajes. A eso me he hecho acreedora por una razón que nada tiene que ver conmigo y sí mucho con ellas: su inseguridad intrínseca. Las mujeres que no me soportan construyen sus juicios a partir de lo que yo misma les dejo ver en este sitio sin nombre llamado redes sociales: les presento al personaje que les choca por joven, por desparpajado y por libre; de ahí surge el sentimiento de amenaza que no las deja ver más allá de sus complejos.
¿Seré yo quien deja esa zanahoria a las conejas?
O tal vez nunca maté a Andrea del todo y sale, a veces, a jugar con sus mentes.
Pero hoy, para ser congruente con todo lo que escribí arriba, mandaré a mi gemela dark a manifestarse frente al muro que nos puso el presidente.