lunes, noviembre 18 2024

Por Luis Conde

En nuestra egolatría humana y ganas de controlarlo todo, le hemos puesto ataduras al tiempo: lustros, décadas, siglos…como si agruparlos en unidades matemáticas nos diera un poco de control sobre un concepto que inventamos para simular que no somos efímeros en un universo que es cada momento más grande.

Nací un miércoles, según el calendario de 1995. Fue un 24 de febrero, unas tres semanas antes de lo que habían pronosticado los médicos. Quizás esa situación definió mi personalidad tan ansiosa.

Crecí como cualquier niño de una zona semi rural, más bien rústica, en donde la pavimentación y el alumbrado público llegaron con los primeros diez años del nuevo milenio y con las enseñanzas que solo se dan cuando se tienen padres migrantes. Estoy seguro que ahí nació la necedad de moverme constantemente buscando a dónde pertenezco.

Cumplo un cuarto de siglo, un puñado de años que cada día parecen más resbaladizos entre las manos, años en donde he vivido muchas vidas y en donde he sido muchas voces.

En este tiempo aprendí a andar en bici, a leer, a articular palabras en forma de texto (no creo que haya aprendido a escribir todavía); aprendí a darme topes en la pared y que cada persona tiene sus motivos para hacer lo que hace (y que eso está bien).

Aprendí también a cuestionar mis privilegios (y actuar en consecuencia) a enfrentar mis límites, a ser empático y a dejar de pelear con mis demonios.

En estos 24 años experimenté el aprendizaje en forma de una montaña rusa violenta, como un juego mecánico que invita al corazón a salirse por la boca en cada grito: tuve un tumor que me generó niveles de preocupación que no imaginé nunca, pero también conocí todo México haciendo lo que me gusta y a lo que quiero dedicar gran parte de los años venideros. Estudié y conocí y compartí con gente que cambió todo lo que creía conocer (y estoy sumamente agradecido con eso); choqué contra las ideas de otros y aprendí a tragarme mi orgullo y uno que otro sapo. Aprendí acerca de todo, pasé muchos años al lado de un instrumento musical, tomé mi mochila y salí a poner a prueba mi paciencia, mi valentía y mi suerte; conocí mis virtudes, tomé riesgos y sigo poniendo a prueba mis límites.

Aprendí que lo mejor que uno tiene es con quién compartir la mesa, las canciones y las charlas –espontáneas o no–; que es mejor caminar acompañado y que siempre hay que llevar consigo un cuaderno, un libro y una cámara para tomar fotos. Que el amor existe en todas las formas y que eso, amar (lo que es uno, lo que hacemos y a quienes nos acompañan) es la clave de un montón de cosas y que una canción de los Stones puede ser el empujoncito que de pronto se necesita.

«Go ahead baby, go ahead,
go ahead and light up the town
And baby, do anything your heart desires
[…] time is on my site ».

Inauguro este año reafirmando mi gusto de seguir caminando sin pisar las rayas en la calle, que contar y oír historias es lo que más me gusta de esta vida y que escuchar Space Oddity me va a conmover siempre, así la escuche diez mil veces.

Así que si usted me conoció en una época distinta, permítame presentarme de nuevo. Quizás mañana ya sea otro. O tal vez sea el mismo, pero visto desde el otro lado del cristal.

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