miércoles, noviembre 6 2024

por Rebeca Orta de la Garza

Las llantas hacen crujir la hojarasca del níspero, hijo natural de la banqueta. Están tan pacíficamente muertas que no me persiguen. El portón de madera me ofrece la inequívoca sensación de estar llegando a casa. Hace frío, pero la calidez de la nostalgia me cobija. Inhalo, profundo, con regocijo. Vengo a recrearme entre los muros que me han visto crecer. Que me conocen mejor que nadie. Necesito llevarme lo que tanta falta me hace, lo que busco y no encuentro en otro lugar. El material que me hizo. No puedo esperar, giro la llave mientras jalo la puerta. Río bajito al saberme conocedora de las viejas mañas de esta casa.

            El patio me recibe envejecido; es el mismo, pero el césped está tan alto que se derrama sobre el adoquín. Unas hojas resecas bailotean sobre él en un vals que les compuso el viento. La fachada me saluda con lágrimas de lluvia pintadas sobre el piedrín. No siente vergüenza; ella me vio llorar cientos de veces. La puerta principal me urge. El interior quiere abrazarme como un seno materno de mármoles y maderas. No me resisto más a su invitación. Necesito llevarme lo que tanta falta me hace.

            Camino espacios que me quieren atrapar en la dulzura de su memoria, pero no puedo distraerme. Son las cinco de la tarde y el sol se encuentra en el ángulo perfecto. La intensidad de su luz anaranjada es idónea. Busco el tapiz de flores minúsculas. La piel de la habitación. Una fina capa de polvo quiere dotarla de humanidad, como si fuera la vellosidad tersa de un rostro femenino. El sol me da en la espalda a través de los cristales empañados de tiempo. Mi figura se clona en negro. Ya no estoy sola.

            Y la sombra baila ballet, se hinca para dibujar. Su silueta infantil se pone a construir ciudades miniatura y canta e imita. Ella tiene una vida resuelta, una familia completa, unos sueños intactos. Crece y se vuelve mujer, es hermosa, es esbelta. Es insegura, no se ha dado cuenta que sin poseer nada, lo tiene todo. Ignora que sus primeros amores serán un día recuerdos vagos. Cree que el dolor agudo de no ser correspondida se concatenará chico tras chico. Piensa que la música es un pasatiempo con fecha de caducidad. Con todo y eso, va abrasando el suelo que pisa, pero esas llamas no producen sombras. Quizá porque no es consciente de ellas.

            Mi congoja crece. Esas sombras sólo florecen en estos muros, con este sol del color de los años ochenta. Necesito llevármelas, ellas son mi arcilla. Desaparecen para volverse mi propia proyección en la pared, con las manos en las caderas: tengo más volumen, más cargas y más penas. Una revelación, que tampoco se refleja en el tapiz, canjea la melancolía por regocijo. Esa sombra todavía es mía, me pertenece más que nunca. Soy de ella y ella de mí. Carga con kilos, pero también con experiencia. No baila, pero permanece quieta, en la paz que la seguridad no le trajo por décadas. Se ha deshecho por fin de la espantosa angustia juvenil y se ha apropiado de la codiciada plenitud señoril. Y la música sigue ahí. Me lleno los pulmones de un oxígeno renovado a pesar del polvo. No necesito llevarme las sombras que pertenecen al pasado.

            Regreso al auto despidiendo cada sensación, cada aroma. Cruzo el patio que me dice hasta pronto con la música de las hojas y el adoquín. Cierro la puerta aplicando la misma maniobra, exclusiva para quienes una vez vivimos allí. Vuelvo a sonreír. El secreto entre la puerta y yo está seguro. Antes de abrir el coche, busco mi reflejo en la superficie, a cambio, el sol me regala una sombra. Una que es actual y que sí he de llevarme puesta. La marcha encendida, los vidrios arriba, las llantas haciendo crujir la hojarasca del níspero. No me persiguen, pero tampoco la gana de rehuir a otra cacería de las sombras. De probar otra vez la cálida sensación de volver a casa. Quizá lo mismo ocurre cuando uno muere.

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