Soy el negro del Whatsapp, y esta es mi triste historia
Por Moustapha Koumbassa
Todo comenzó en la mala hora en que nací, man.
Mi madre me alumbró en medio de la noche guineana, con sonidos de djembés, kenkenis y sagbans.
Una noche sin luna del verano de 1976.
Nací, como todos los chicos de mi tribu, en casa de mis padres: una familia soussou, o susú, como se le dice en español a mi gente.
Salí del vientre de mamá con la ayuda de Mariama Condé, mi abuela paterna.
Los perros ladraban, dicen, como nunca.
Mi padre, Aboubacar , se encontraba fuera de casa tocando su djembé en un dunumbá, que es la fiesta típica de la aldea.
Todo iba bien, pero lento. Mamá pujaba mientras yo me aferraba a su vientre. Supongo que me aferraba porque, en el fondo, hay algo que te dice que el mundo es cruel. Ojete, como dicen los mexicanos.
Salí del canal de parto llorando como un puto loco.
Ese sería el comienzo de mi largo penar.
Apenas la abuela me tomó entre sus brazos, los ojos se salieron del contorno de la cara. “¡Pero qué es esto!”, gritó.
Mi madre, toda madreada por horas y horas de pujar y pujar, no quería saber nada de mí. Estaba recuperándose del trabajo de parto y francamente no tenía la menor intención de hacer caso a las intrigas de su suegra.
De pronto, las demás mujeres que presenciaban el alumbramiento, dejaron su yucas a un lado y se acercaron horrorizadas ver lo que tan absorta tenía a la abuela.
Unas rieron con malicia.
Otras, se llevaron las manos a la boca para evitar dar un grito de asombro.
La abuela me limpió completito con paños mojados, mientras las hermanas de mamá la sentaban para que mirara lo que había expulsado al mundo.
¡Un fenómeno!, dijeron unas.
¡Un monstruo!, dijeron otras.
¡Un prodigio!, dijeron las más atrevidas.
Mariama me pasó a los brazos de mamá. Mamá me besó en la frente, y luego desató los paños que me cubrían.
Un gesto, entre gusto y susto, cubrió su cara, man.
Desde la barriga ya me llamaba Moustapha, que es un nombre bastante común entre los sousouss y los malinkes. Es algo como llamarse Juan en México, o John en Estados Unidos.
Sonaron tambores en la cabeza de mamá.
Un repique de campanas de dundún se oía a lo lejos, donde papá se embriagaba y tocaba el djembé como un puto loco.
¡Moustapha!, gimió mamá.
Luego se desmayó.
Lo que vieron mamá y las otras mujeres chismosas fue algo descomunal. Algo que le quitaba “lo tierno” al bebé.
El bebé que fui había nacido con una cabeza normal, dos manos, dos piernas, veinte dedos, un ombligo, dos pezones, una nariz, una boca, dos ojos, dos orejas, una lengua, dos cejas casi invisibles, pestañitas, un culo con sus dos nalgas, pero… con una verga atípica, man. No un pequeño pilín como con el que nacen los demás bebés. Lo mío era una tripa larga, tiesa y amoratada.
Al volver del dundumbá, mi padre y sus amigos entraron a la choza para ver al nuevo miembro de la familia: el tan esperado Moustapha Koumbassa.
Y no se encontraron con caras felices ni llantos cursis por parte de las matronas y de las chismosas. Mi madre, cuentan, me tenía en su regazo muy a la fuerza. Me daba de comer con cierto asco las primeras gotas de calostro.
Papá se acercó y me tomó entre sus manos sangrientas de tambor.
Los paños que me cubrían cayeron al piso de tierra, y él y sus amigos también sacaron los ojos del marco de la cara.
Uno gritó: ¡buen hijo te aventaste, man!
Otro dijo: ¡con éste seguro todo el pueblo llevará tu apellido!
El más viejo dijo: Tendremos que consultar con el griot el destino de este niño.
Aquella noche larga, mis padres no pudieron dormir. Estaban contrariados.
Yo chillaba como un puto loco.
La historia es muy larga y la iré contando poco a poco en este espacio.
Lo que queda claro es que el griot, que es el sabio del pueblo, no sólo me perdonó la vida, sino que me enseñó todos los secretos para hacer de mi “defecto de nacimiento” una virtud.
Crecí siendo señalado por los demás niños.
Las niñas, de pequeñas, me huían. Pero conforme fuimos creciendo, empezaron a adorarme.
Aprendí el oficio paterno: hasta los 18 años construí los djembés más guay, más cabrones de toda la región.
Las mujeres decían que mis djembés eran tan potentes como mi polla, man.
Creo que hasta ese momento, fui feliz.
A pesar de la incomodidad de cargar una reata de varios kilos entre las piernas, era feliz.
Todo cambió cuando, por vanidoso, salí de África.
Primero me fui a España y trabajé (ya les contaré) de todo.
Fui mesero, fui velador, fui músico callejero, fui acomodador de carros, fui garrotero, fui camello de drogas, fui ayudante de un pintor… y en ese trabajo, cuando el pintor vio por error lo que yo traía entre piernas, me hizo posar para él.
Yo no quería, pero me dio unos buenos duros, man. ¿Qué le hace uno?
A partir de ese momento se empezó a correr la voz, y en los barrios bajos de Madrid fui conocido como “El Pollón de Guinea”.
Y otra vez, la vanidad me venció, man.
Las mujeres y los bujarrones me buscaban y me ofrecían muchos duros para que se las metiera, sin embargo, la mayoría salían mal heridos. Pero volvían. No para que se las metiera, sino para lamerla. Ahí también era feliz. Ya no tenía que trabajar ocho horas para sacar dinero, corriendo el riesgo de que me deportaran. Ahora vivía echado en mi cama, recibiendo saliva y euros, man.
Sin embargo, todo cansa. Así lo decía mamá y hoy lo creo.
Hasta la hueva cansa, man.
Un año más tarde, conocí a una gringa que me pagó el viaje a su tierra.
Llegué a Nueva York.
¡En mi familia nadie había cruzado el charco, man! Imagínense lo que era para mis padres saber que un Koumbassa estaba en América triunfando gracias a su gran polla.
Y ustedes dirán: “este man it`s a lucky man”. ¡Pero no!
Créanlo o no, la tecnología vino a ser un contratiempo en mi vida.
Bien decía mamá: “quédese, hijito, a tocar su dejmbé y a hacer djembés más buenos del malinke”.
Pero ahí voy de puto caliente a España y luego a América, no a convertirme en una estrella del djembé, sino a ser la burla del mundo entero gracias al puto wassap, man.
¡La vida es dura, man!
Hasta para el hombre más verga del mundo, es dura…